Un campesino debe parecerse fielmente a su espantapájaros, buscar siempre un mismo gesto, imitar una mirada,
incluso cederle el privilegio de usar su sombrero de los domingos.
Los vecinos más viejos de un lugar siempre han sido los pájaros. Y nunca perdonan.
Si no hay acierto en el retrato, la fruta será atacada.
Además de perder la cosecha, quizás lo peor sea recibir a su vez esa demoledora crítica de arte.
Espejo de labradores, doble de sus penas, el espantapájaros debería ser un objeto antropológico de primer orden.
Se dice que las vasijas de los etruscos desvelan el menú completo de sus comidas y que los antílopes de lascaux
fijan la estatura exacta de sus cazadores, pero en ningún caso logran reflejar algo más importante:
la manera de estar sobre la tierra.
Sólo el centinela de nuestros campos lo consigue y en su soledad bajo la lluvia nos cuenta que en la costa del oriente japonés
se sobrevive con amable gesto hacia el horizonte, mientras que en las tierras del sur italiano
los días transcurren más cabizbajos.
Y ya sea en la estepa mongola o en las alturas del atlas marroquí, el fondo nunca dejará de ser el mismo,
la nariz podrá ser más o menos alargada y la ropa mostrará mayor o menor colorido,
pero dentro de ella siempre se oirá el frágil latido de un corazón de paja.